Cuando leí, en el ocaso del libro, que el autor se pregunta cuál habría sido la suerte de su padre si estuviera vivo, se me cruzó un pensamiento fulminante: probablemente sería como mi viejo, que va corriendo la maratón hacia los noventa y cuatro años, y cuya personalidad tiene muchos puntos en común con el suyo: ambos nacieron en los años veinte y tuvieron un pensamiento machista, rígido. Ambos fueron distantes con sus hijos, a quienes siempre amaron desde el pedestal de su superioridad emocional. Ambos intentaron, a pesar de los años a cuestas, sumergirse en juegos infantiles, merced de sufrir un infarto terminal. Ambos, en fin, amaron a sus hijos desde una ausencia muy propia, porque crecieron bajo una educación antigua que no les permitía expresarse con libertad.
Debe ser por esos sentimientos comunes que el libro me gustó sin intermitencias, a pesar de que al principio no me terminó de convencer. No por la narrativa, porque Renato Cisneros, desde que lo leía en El Comercio, ya mostraba esa muñeca maestra al momento de contar historias. Por el contrario, es la la poca fuerza emocional con la que describe los primeros años de el general Luis «El Gaucho» Cisneros Vizcarra, su padre, lo que produce una suerte de vacío en el lector.
Sin embargo, todo cambia a partir del tercer capítulo. Lo que comienza siendo una narración en tercera persona, con Cisneros mirando la historia de su padre desde una butaca, ahora se convierte en un duelo entre él y el personaje principal: el hijo/escritor deja su posición privilegiada y se sube al escenario para disputar el protagónico desde las letras, mostrando la herida que «El Gaucho» le dejó con su muerte y, sobre todo, con su vida.
El autor, ya puesto frente a frente con la figura de «El Gaucho», empieza a deshacer el ovillo de sentimientos encontrados y los comienza a convertir en literatura, teniendo como base la relación filial. Estamos, entonces, frente al patriarca autoritario que deja escapar, en mínimos, una que otra ráfaga de sentimientos, y el hijo aturdido, agobiado por la lejanía de ese personaje a quien considera inalcanzable.
En este momento el libro se torna imprescindible: el autor, ya puesto frente a frente con la figura de «El Gaucho», comienza a deshacer el ovillo de sentimientos encontrados gracias a la literatura, y convierte en esta todo lo que escribe, teniendo como base la relación filial.
Cada capítulo nos presenta un nuevo giro emocional. Los roles comienzan a cambiar paulatinamente y el hijo/escritor comienza a suplantar a su padre gracias al poder de la palabra escrita. Cisneros logra contarlo todo: sus decepciones, sus temores, el dolor por la muerte de «El Gaucho», y la pérdida en vida que significó no poder conocer a ese hombre que se escondía bajo el uniforme militar. Y lo hace con una narración decorosa, sin sobresaltos, con palabras esenciales que buscan convertirlo en redentor de su padre, pero sobretodo, de sí mismo.
Esta transformación, este intercambio de poderes convierten a la obra de Cisneros en un imperdible cuya narración, emotividad y valentía acortan la distancia con cualquier lector, que llega a sentir, al finalizar el último capítulo, que ha sido testigo de una conciliación que solo podría haberse concretado, cómo no, gracias al poder de la literatura.