«Eichmann en Jerusalén», de Hannah Arendt, no es un libro, es un instante congelado de la historia del siglo XX. En él, la autora narra con exhaustividad el juicio contra el capitán Adolf Eichman, responsable del departamento IV -B – 4 durante la Segunda Guerra Mundial y artífice principal del transporte de judíos hacia ese destino que incluso hoy en día, después de 80 años, produce un estupor repentino: las cámaras de gas.
El libro, narrado en estricto lenguaje periodístico, detalla los hechos que condujeron a Eichmann, primero a juicio, y luego al patíbulo. Y lo hace con un recorrido que se inicia en el tribunal instalado en Jerúsalen. Luego retrocede quince años en el tiempo y recoge las travesías que hicieron los judíos en Europa en su trayecto a las cámaras de gas.

Arendt, guiada por su instinto periodístico, da una mirada bastante objetiva de todo lo acontecido durante él. Evita caer en la justificación o negacioninismo del genocidio realizado por el acusado. Tenemos, gracias a este análisis, una visión periférica de la acusación, donde encontramos las falacias y aciertos jurídicos que dieron lugar a la sentencia. También encontramos el perfil de una mente compleja como la de Eichmann, que nunca negó los hechos de las acusaciones, aunque sí su propia culpabilidad.
La banalidad del mal: el pensamiento de Eichmann
La autora, para tratar de entender el pensamiento de Eichmann (una persona a quien no se le encontró ninguna alteración psiquiátrica, mental u emocional, es decir, un ser humano común y corriente, como usted o como yo ) acuñó el término «la banalidad del mal», que es uno de los conceptos más importantes que se explican a través del libro.
La frase desafía el pensamiento. Según Arendt, Eichmann, como nazi, encarna ese concepto a la perfección, en tanto que el mal, en sus formas más puras, es inocuo, vacío, banal. Sobre todo porque Eichman, al igual que los dirigentes nazis enjuiciados en Nüremberg, no sentía culpa alguna por su actuar durante la guerra. Él siempre se consideró un simple eslabón, un engranaje más de la maquinaria de matar del tercer Reich. Una persona común y corriente que se limitaba a cumplir las órdenes que por rango le correspondían, sin meditar sobre las consecuencias de las mismas.
El mal, desde ese punto de vista, es invisible a los ojos de quien lo realiza. Los crímenes realizados por Eichmann no eran discutibles, ni él inocente, pero fueron cometidos sin ese instinto salvaje que incita al ser humano a agredir al prójimo. El mal deja de ser un sentimiento para convertirse en un contexto en el cual las personas simplemente son operarios de su proceder.
«Eichmann en Jerusalén», de Hannah Arendt, es uno de los mejores libros que he leído en los últimos seis meses, no solamente por ese interés palpitante que tengo por todo lo relacionado con la Segunda Guerra Mundial, sino porque nos devela, a través del personaje principal, el pensar y proceder de un grupo de personas que lograron convencer a una nación con una de las doctrinas más enrevesadas y maquiavélicas de la historia: el nazismo.