Llueve en Mallorca. Veo por la ventana el cielo grisáceo, las gotas cayendo tímidamente en la acera, personas que andan sin rumbo en medio de sus propias dificultades. Me imagino en el lugar de cada uno de ellos, y siento que a estos cuarenta y dos años recién he podido aligerar parte de las toneladas de vida diaria que llevaba sobre las espaldas.
Hace un mes, días más, días menos, tuve un nuevo cuadro de ansiedad. Siempre había sido reminiscente a escribir sobre este estado casi diario que me pone a prueba desde hace unos cinco años —hasta mis treinta y cuatro sufrí de una depresión crónica, etapa ya superada con una nota sobresaliente. Como le digo a quien recién me conoce: soy otra persona desde entonces — y pensé que la había controlado, porque estaba cómodo en mi habitación propia sin mirar el desorden en el closet de mis sentimientos más enrevesados. Bueno, pues acabo de mirar el clóset y me doy cuenta de todas las alergias que intentaba pasar por alto, pero que en realidad me causaban un escozor muy difícil de soportar.
¿Y cuál fue el detonante? Para variar, el amor. Hace unos días, escuché a un conferencista decir que los demonios internos necesitan de un amor incondicional para mostrar toda su locura. Y que llega uno que además de ponerlos a prueba, los pone en duda. Que es incluso mejor. Así pues, me he enamorado varías veces en esta vida, pero son pocas las que han provocado daños de tamaña dimensión como los que estoy sintiendo. Menos aún: ninguno había atacado con amor la base del amor que yo daba por única y conocida.
Y duele. Pero no nos equivoquemos. Sin dolor uno no se hace feliz. Y aquí me veo, nuevamente, buscando esa felicidad entre las palabras.
Sin embargo, ahora estas se escriben a sí solas, y mejor aún, sin expectativas. Y aunque tengo temor por todo aquello que falta por drenar — emociones adversas, taras del sentimiento — al mismo tiempo me hace mucha ilusión poder compartirlo. Eso, y uno de los pocos amores verdaderos que en esta vida he tenido: escribir.
.