Tenía diecisiete años cuando visité a un psiquiatra por primera vez. Allí comenzaría el largo historial que tendría con los especialistas de la mente, en una búsqueda que parece haber encontrado su rumbo cuando cumplí treinta y cuatro años pero que soy consciente terminará el día que me saquen con los pies por delante. Aquella vez, fue mi padre quién me atajó al bajar de la escalera al comedor, me miró con sus eternos ojos de cirujano y me preguntó.
— Hijo, ¿estás bien? —
No lo estaba. Llevaba días con una pena adolescente martillándome el cráneo: un rechazo amoroso había sido la gota que había rebalsado el vaso de mis emociones contrariadas.
— No quiero estar así, papá —
Me desarmé en sus brazos y me puse a llorar como El Niño que felizmente nunca he dejado de ser. Me acarició la cabeza con sus manos gastadas, e intentó consolarme en vano, diciendo que encontraríamos una solución rápida al problema. Yo pensé que tendríamos esa tan esperada conversación que a veces un hijo anhela de su padre, pero el viejo, teniendo como premisa su talante de médico sobre cualquier otra cosa, me llevó a los pocos días con un colega suyo, un psiquiatra ya entrado en años que, ya en la consulta, me preguntó sin entusiasmo.
— ¿Por qué estás así? —
— ¡No sé! ¡Para eso le pago! — fue la frase que quise contestarle pero nunca dije. Por el contrario, comencé a concatenar los recuerdos recientes, cuando la conocí, cuando me negó y hasta llegar al momento en el que sentí el devastador poder que puede tener el amor en una mente con el cableado emocional enrevesado.